El Coraje. No lo sé, pero parece gustarme. Cuando se presenta me agrada por esencia. Las palpitaciones aceleradas retumban imperiosas y la sangre fluye fuerte en el ambiente, con un torrente amenazante que pretende transformarse en un estrepitoso diluvio que terminaría con todo.
Es ese sentimiento dominante que retumba fuerte, desde el subterráneo hasta el techo de mi morada, y que casi siempre llega anunciado por un grito gutural que el alma pareciera exclamar con cierta satisfacción. Como si su visita fuera esperada con sosegado anhelo.
El umbral que separa lo racional de lo irracional se hace tan vulnerable que la tentación de quebrantarlo se hace insostenible para la ira. En el baño, la cordura luce sometida en un rinconcito contra la pared, a merced de la impulsividad. Inmediatamente la pena queda inhabilitada, e idiotizada también, casi tan deteriorada como aquella vez que el amor cayó por las escaleras cuando jugaba distraído con la tramposa esperanza.
La culpa, nerviosa como solamente ella sabe serlo, se pasea por el living derramando el café por la alfombra y se hace la sorda mientras su primo, el remordimiento, la acosa con su alborotado e improvisado planteamiento.
Todo se ve tan oscuro. Todo salvo la alegría, claro. Ella siempre desaparece antes de que el temido visitante llegue. Mientras dura la visita, se le puede ver pintando paisajes retenidos en su memoria en la casa del árbol que construyó junto con la ilusión. Dice que es incompatible con el coraje, aunque ella asegura que “no tendría problema alguno con conocerlo”.
Es ese sentimiento dominante que retumba fuerte, desde el subterráneo hasta el techo de mi morada, y que casi siempre llega anunciado por un grito gutural que el alma pareciera exclamar con cierta satisfacción. Como si su visita fuera esperada con sosegado anhelo.
El umbral que separa lo racional de lo irracional se hace tan vulnerable que la tentación de quebrantarlo se hace insostenible para la ira. En el baño, la cordura luce sometida en un rinconcito contra la pared, a merced de la impulsividad. Inmediatamente la pena queda inhabilitada, e idiotizada también, casi tan deteriorada como aquella vez que el amor cayó por las escaleras cuando jugaba distraído con la tramposa esperanza.
La culpa, nerviosa como solamente ella sabe serlo, se pasea por el living derramando el café por la alfombra y se hace la sorda mientras su primo, el remordimiento, la acosa con su alborotado e improvisado planteamiento.
Todo se ve tan oscuro. Todo salvo la alegría, claro. Ella siempre desaparece antes de que el temido visitante llegue. Mientras dura la visita, se le puede ver pintando paisajes retenidos en su memoria en la casa del árbol que construyó junto con la ilusión. Dice que es incompatible con el coraje, aunque ella asegura que “no tendría problema alguno con conocerlo”.
- Esto es solo un pequeño extracto de algo mayor. Trasladado desde el soporte tradicional, el de puño y letra, hasta el virtual que suele perder su característica emocional... aunque eso es parte de mi insano juicio, por supuesto.
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