Poco importaba el sabor. Pocaso, hasta que se tornó agrio. No se trataba de probar por inquietud, pues la experiencia metálica ya existía. Tampoco fue una necesidad real, solamente fue la manera más viceral de saciar la sed de ese apetito sexual legítimo que se manifestaba en un grito insaciable que recorría desde los genitales hasta los dedos de los pies, regresando con una velocidad incalculable que acalambra cada extremidad con cada impulso eléctrico y no-eléctrico del roce de su boca y mi piel más sensitiva.
No fue una pipa. Ni dos, ni tres, ni veinte. Fueron millares de veces las que una bocanada alucinógena repletaba de infinito placer la cabeza de un disperso, perdido e idiotizado miembro que yacía erguido en tierras lejanas. Un territorio oriental, uno muy diferente a las convicciones occidentales de un orgasmo convencional y casi aburrido al que la costumbre había encumbrado y luego pisoteado en el vacío olvido de una soledad perturbadora que castigaba culposamente la puerta de una madre que no pudo con su miseria y acabó con su existencia sin siquiera darse a conocer.
Las coincidencias existen. Existen y se encuentran a propósito cuando un guión se escribe y se reescribe sobre la marcha apresurada de quién no quiere dejar atrás un episodio que lo ha marcado en el rostro. Un rostro falso que tiene ojos que no miran, que luce una nariz que no respira y una boca que no dice lo que quiere, sino, más bien, habla de lo que no interesa e invita a la sordera con unos oídos que ignoran los pensamientos de una mente que permanece inerte ante los acontecimientos y los cimientos de un pasado que se hace presente y que no permite un futuro placentero.
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