Recuerdo perfectamente el viernes 1 de diciembre de 1995. Yo estaba por cumplir ocho años y esa noche había Teletón.
Justamente, afuera de una sucursal del Banco de Chile tuve uno de los momentos más desagradables de mi vida. Inmediatamente después de la experiencia, mi mente se subió a una poderosa centrífuga que no se detuvo hasta cambiar mi perspectiva y, por consiguiente, mi destino.
Ese día pensé que la vida emparejada era una mierda y que jamás lo querría experimentar. Claro que a esa tierna edad, la noción de "amor" es tan real como la existencia del viejito pascuero.
Vulnerable. Así me siento hoy, pues amar implica un contrato de vulnerabilidad entre mi persona y el otro sujeto implicado. No es una condición justa ni una convención que yo haya aceptado con mi puño y letra. Es simplemente el pago que suscribe el bello acto de entregar las ilusiones más puras del alma a esa mujer que has aprendido a amar.
Con más sufrimientos que alegrías, al menos en las últimas semanas, este sentimiento confirma mi sospecha de la existencia de ese pacto de fragilidad. Todos los esfuerzos por evadir el desamor no valen nada, ni sirven. En absoluto. Más aún cuando al final del día una escena tan explícita como lejana me tortura con un fuerte dolor en el pecho. Un potente torrente sanguíneo casi me hace rebosar la aorta tras ver roto el sueño que nunca pedí soñar.
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