Saludos amigo mío:
Es el primer lunes del mes más patriótico que viviré en mi vida. Me subo al transporte público segundos después de haberme cerciorado que un motociclista, en realidad, un repartidor de sushis, no había fallecido. Con mi morbo decepcionado veo al hombre del casco aleteando sus brazos ofuscado y ya en pie. Inicia una discusión con un transeúnte, como alegándole a la vida, ignorando su imprudencia y culpando al resto de su error. Por suerte, otros motoristas se suman al altercado y pareciera, al menos a simple vista, que los ánimos se calmarán.
En ese instante me doy cuenta que me quedan setenta pesos en mi “Bip!”, claro que ya había pagado el pasaje, pero me recuerda que no debo volver a subirme sin antes cargar la bendita tarjeta.
Ya arriba de la micro, un señor de avanzada edad vendía un DVD con la última oferta: “El Bicentenario”. No alcancé a prestar atención porque el vendedor se bajó de inmediato, pero de seguro, y lo apostaría, su producto costaba mil pesos y traía unos cuatrocientos veintiséis mil ochocientos cincuenta y dos archivos. Que se desglosan en; videos, fotos, juegos, biografías de personajes y otro tipo de cosas típicas de nuestra patria para que cada chileno y cada chilena pueda enterarse de su historia y, obviamente, sentirse orgulloso al momento de embriagarse este próximo 18 de septiembre.
No llevo ni diez minutos de viaje y hemos subido, en total, una treintena de personas y apenas se han bajado cuatro. Únicamente una décima parte ha saludado al chofer desde que estoy en el bus. Peor aún, el conductor sólo le respondió el saludo a una de esas tres personas, ¿se imaginan cómo era ella?
Se acerca mi parada. Voy a hacer combinación con el metro y, sinceramente, ya no sé qué pensar de las señoras que un día fueron adineradas y que hoy viven de ese recuerdo superficial.
De todas las veces que vengo en micro a la universidad, no ha habido ocasión en la que una mujer de la tercera edad, bien “educada” y “de muy buena familia”, no haya evadido el famoso Transantiago. Claro, es fácil ponerse anteojos oscuros y hacer como que no se conoce a nadie en un vehículo como ése. Además, es cómodo. Porque resulta imposible, y absolutamente irrisorio, dejar de invitar a los buenos amigos que nos regaló el dinero para compartir exquisiteces de la cultura culinaria europea y seguir viviendo en la "Belle Epoque".
Se detiene el bus troncal y corro junto con el ganado de siempre. Cruzo irrespetuosamente en el semáforo en rojo, sabiendo que está mal, pero poco importa. Tengo que llegar a la hora.
Leo de reojo los titulares que hay en el kiosco, porque “eso es lo importante”. Antes de bajar al túnel fúnebre, me río del caballero que se rasca la ingle con la mano dentro del pantalón. Es mi gran logro del día, pues nunca lo había pillado infraganti.
Comienzo a correr por las escaleras e ignoro, como siempre, a la señora que me pide una moneda a cambio de un “parche curita” con una guagua entre sus brazos. No me interesa. Luego de cargar mi pase escolar atravieso el corral y me sumerjo en la desgraciada rutina de los santiaguinos. Cada vez es más amargo trasladarse en ese tren subterráneo.
Por primera vez extraño mis audífonos. Esos que siempre me han separado del entorno desagradable, un mecanismo de defensa que es cada vez más común entre la gente. ¿Qué pensaría mi abuelo Sergio? Me acuerdo que una vez en su casa lo escuché alegar “…¡éstos lolos siempre con sus cuestiones raras en la oreja!...” Si tan solo supiera que hoy incluso sus contemporáneos llegaron a evadir el país en el que vivimos.
Este mes empieza la celebración en grande y no puedo negar que también seré parte de ella. No mentiré ni negaré que voy a participar del jolgorio y el patriotismo que me venden a diario. Sin embargo, no voy a ser parte de un Chile que se aisla año tras año.
Estas palabras no son el reflejo de una intención altanera ni prepotente de querer cambiar y mejorar nuestra cultura. Tal vez tampoco sea un aporte para alguien, pero sí es un detenimiento especial y significativo para mí. Ojalá no se ensucie ni se manche de ningún tinte esta carta. Mi intención es sencillamente plasmar el reflejo generalizado de una generación que quizás tiene defectos mil veces peores que los de ustedes, pero al menos es más honesta. Eso es digno de celebrar. ¡Salud!
Es el primer lunes del mes más patriótico que viviré en mi vida. Me subo al transporte público segundos después de haberme cerciorado que un motociclista, en realidad, un repartidor de sushis, no había fallecido. Con mi morbo decepcionado veo al hombre del casco aleteando sus brazos ofuscado y ya en pie. Inicia una discusión con un transeúnte, como alegándole a la vida, ignorando su imprudencia y culpando al resto de su error. Por suerte, otros motoristas se suman al altercado y pareciera, al menos a simple vista, que los ánimos se calmarán.
En ese instante me doy cuenta que me quedan setenta pesos en mi “Bip!”, claro que ya había pagado el pasaje, pero me recuerda que no debo volver a subirme sin antes cargar la bendita tarjeta.
Ya arriba de la micro, un señor de avanzada edad vendía un DVD con la última oferta: “El Bicentenario”. No alcancé a prestar atención porque el vendedor se bajó de inmediato, pero de seguro, y lo apostaría, su producto costaba mil pesos y traía unos cuatrocientos veintiséis mil ochocientos cincuenta y dos archivos. Que se desglosan en; videos, fotos, juegos, biografías de personajes y otro tipo de cosas típicas de nuestra patria para que cada chileno y cada chilena pueda enterarse de su historia y, obviamente, sentirse orgulloso al momento de embriagarse este próximo 18 de septiembre.
No llevo ni diez minutos de viaje y hemos subido, en total, una treintena de personas y apenas se han bajado cuatro. Únicamente una décima parte ha saludado al chofer desde que estoy en el bus. Peor aún, el conductor sólo le respondió el saludo a una de esas tres personas, ¿se imaginan cómo era ella?
Se acerca mi parada. Voy a hacer combinación con el metro y, sinceramente, ya no sé qué pensar de las señoras que un día fueron adineradas y que hoy viven de ese recuerdo superficial.
De todas las veces que vengo en micro a la universidad, no ha habido ocasión en la que una mujer de la tercera edad, bien “educada” y “de muy buena familia”, no haya evadido el famoso Transantiago. Claro, es fácil ponerse anteojos oscuros y hacer como que no se conoce a nadie en un vehículo como ése. Además, es cómodo. Porque resulta imposible, y absolutamente irrisorio, dejar de invitar a los buenos amigos que nos regaló el dinero para compartir exquisiteces de la cultura culinaria europea y seguir viviendo en la "Belle Epoque".
Se detiene el bus troncal y corro junto con el ganado de siempre. Cruzo irrespetuosamente en el semáforo en rojo, sabiendo que está mal, pero poco importa. Tengo que llegar a la hora.
Leo de reojo los titulares que hay en el kiosco, porque “eso es lo importante”. Antes de bajar al túnel fúnebre, me río del caballero que se rasca la ingle con la mano dentro del pantalón. Es mi gran logro del día, pues nunca lo había pillado infraganti.
Comienzo a correr por las escaleras e ignoro, como siempre, a la señora que me pide una moneda a cambio de un “parche curita” con una guagua entre sus brazos. No me interesa. Luego de cargar mi pase escolar atravieso el corral y me sumerjo en la desgraciada rutina de los santiaguinos. Cada vez es más amargo trasladarse en ese tren subterráneo.
Por primera vez extraño mis audífonos. Esos que siempre me han separado del entorno desagradable, un mecanismo de defensa que es cada vez más común entre la gente. ¿Qué pensaría mi abuelo Sergio? Me acuerdo que una vez en su casa lo escuché alegar “…¡éstos lolos siempre con sus cuestiones raras en la oreja!...” Si tan solo supiera que hoy incluso sus contemporáneos llegaron a evadir el país en el que vivimos.
Este mes empieza la celebración en grande y no puedo negar que también seré parte de ella. No mentiré ni negaré que voy a participar del jolgorio y el patriotismo que me venden a diario. Sin embargo, no voy a ser parte de un Chile que se aisla año tras año.
Estas palabras no son el reflejo de una intención altanera ni prepotente de querer cambiar y mejorar nuestra cultura. Tal vez tampoco sea un aporte para alguien, pero sí es un detenimiento especial y significativo para mí. Ojalá no se ensucie ni se manche de ningún tinte esta carta. Mi intención es sencillamente plasmar el reflejo generalizado de una generación que quizás tiene defectos mil veces peores que los de ustedes, pero al menos es más honesta. Eso es digno de celebrar. ¡Salud!
1 comentario:
Totalmente identificada con el Transantiago.
Nunca cambio dinero por parche curitas (y menos si está la guagua incluida en la escena)
Y no soy de las de ir con audífonos porque me gusta escuchar todo lo que sucede en el contexto que vivo. Un escritor debe observar, sentir y escuchar. Y la música, aunque nos transporta, nos impide darnos realmente cuenta de lo que sucede más allá de nuestra nariz.
Viva una nueva generación más observadora. Eso nos llevará a la libertad ;)
Que estés super.
Dani.
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