25 abril, 2007

Testigo del vago

Camina siempre con un chaquetón largo, sucio y maltrecho, una bolsa ploma a la espalda, botas gastadas por el andar, un gorro deshilachado de color verde oscuro, tan oscuro ahora que pueden reflejarse sus penas, las que desbordan junto a su grisácea cabellera gris al igual que su barba, su vida y los cielos de la ciudad donde sobrevive. De su antebrazo izquierdo se asoma también una media. Una media larga de mujer, quién sabe por qué o para qué… pero tiene su lugar determinado, la que a su vez ondea al mismo tiempo que el cordón de su bota derecha vuela de un lado a otro, al unísono por cada paso que el viejo da.

A primera vista este hombre deambula con ojos tristes, lo acompaña un olor poco agradable, no obstante, es un personaje altamente conocido por el sector que recorre día a día, día por medio a veces, esto si es que ha preferido dormir en una de las cómodas bancas de la plaza. Divaga carroñando en busca de un poco de comida, buscando en basureros municipales, como si ellos dejaran algo, mendigando en los kioscos una golosina o pidiéndole a la gente que pasa cerca suyo, la cual muchas veces lo ignora y lo mira despectivamente, o simplemente hace como si no existiera, desconociendo que tal vez sólo esta buscando un poco de abrigo, una mano amiga.

Tan poca es la atención que se le da, que no muchas personas perciben sus ganas de vivir, o su muy buen humor, virtud que le conozco hace un tiempo por observar y darme el tiempo de descubrir lo dicharachero que es frente a los demás peatones, lanzando bromas como quien lanza una moneda a una fuente, diciéndole a los micreros: -“¡Eh! ¿Que acaso no me va a aceptar el pase escolar?”- y mirando raudamente a su alrededor para ver si es que de repente, por casualidad, alguien lo había escuchado y ojalá esta vez pueda robarle una risa, o una sonrisa a esa persona, a ese nuevo amigo. Como nota que nadie lo toma en cuenta, repite una y otra vez la broma variando el contenido: -“¡Oiga! ¿No me ve que voy al colegio?”, “¡Oye poh! ¿Hasta cuando me cobray’ como adulto?”. Una y otra vez, y ritualmente busca a su amigo.

El vagabundo siempre observa a su compadre, pero este compañero nunca lo ha tomado en cuenta, al menos eso cree él. Aunque al viejo le preocupa bastante, no le quiere dar importancia, siempre persiste. Nunca se cansa de buscarlo, tiene fe en que lo encontrará.

Yo siempre me lo he topado, y como todos, al principio siempre lo extirpaba de mi entorno, incluso trataba de estar tan lejos de este personaje, para no sentir su pestilencia, su olor a calle, a desagüe, siempre para evitar las arcadas que me daban al cruzarme en su camino.

Trataba de no mirarlo para que él no me vea, pero hábilmente siempre lo conseguía. Sus ojos tenían un gran poder de penetración, podían entrar en mi alma taladrando cada uno de mis sentidos. Eso me asustaba. Me hacía temblar, me rebasabade escalofríos y me dormía más que una inyección de liocaína, era realmente una anestesia general en mi cuerpo. Cada vez que me miraba atravesaba mi iris, movía mis oblicuos y le ordenaba a mi retina que no lo olvidara, todo eso con la impresionante capacidad de su pupila.

Su voz era grave, opaca como una noche sin luna y, al igual que su mirada, se imponía ante cualquier factor que se encuentra en la calle. Yo me defendía de ella utilizando mi escudo, un discman con algún CD “grunge” al máximo volumen. Pero mi barrera quedaba obsoleta cuando se encontraba con su mazo reproductor de sonidos, mi muralla china se transformaba en un débil y flexible panel de cholguán.

Una vez rozó mi brazo y me dijo que debía fijarme bien por donde transitaba, y que la vida merecía llevar un ritmo más lento que el compás de mi andar. Yo le dije que mejor él tenga cuidado y que no se me acercara. Me miró fijo, le grite: - ¡Córrete vago asqueroso! ¿Acaso no ves que nadie quiere estar cerca de ti? El me sonrió y me dijo: - “Espero no ser yo el próximo que grite”. Yo salí a paso veloz del lugar. Ya no quería volver a interceptar su recorrido.

Ayer llovió muy fuerte, los angelitos estaban llorando. Notaba como mi amigo se empapaba y juro que quería poder ayudarlo, darle algo con que cubrirse y, a pesar de todo mi esfuerzo, no fui capaz de hacerlo. Sufrí mucho, lloré como nunca por esa persona, era una de esas que ya no quedan. Entonces se puso a llover con mayor intensidad. Empecé a hilar mis recuerdos, noté que ese día él estuvo allí, pero ¿Por qué ya no me quería mirar? Tampoco me oía este último tiempo, yo quería disculparme, más el continuaba ignorándome. Y que raro era que no me quisiera ver nunca más, si él siempre lo hacía. Aún cuando yo lo traté como si fuese un ser detestable y deplorable, como a alguien al que nadie podría respetar. En mi último día también estuvo allí. Me saludó. Recuerdo que casi había olvidado que aún vivía, y por supuesto que no quise mirarlo si me sobraba con olerlo. No me interesó, lo erradiqué de mi vida, ya no lo quería ver.

Hoy si quiero que me vea y me oiga, tengo mucho que compartir con el vago. Y sigo tratando de hacerlo, pero ya no puedo verlo. Ayer fue la última vez que lo pude apreciar, anoche mientras llovía a cántaros trataba de abrazarlo, de darle calor, necesitaba protegerlo para que él no esté donde yo estoy.

Gritaba y gritaba con mi alma llena de dolor, tanto que me quedé dormido, lo que no conseguía esde el día de mi muerte. Cuando me desperté fui a buscarlo y su lugar ya no era ese. Su lugar está donde yo nunca podré llegar. Ahora parece ser que soy yo quien deambula por estas calles, oy yo el que no es escuchado por nadie, el que no es visto por ningún ente. A veces mi hermano menor me sonríe cuando voy a casa a jugar con él, creo que él todavía puede verme y mientras tanto, veo a mi madre llorar en mi dormitorio. También trato de hablarle, pero bien, como todos no me siente ni me sentirá jamás.

En nuestro encuentro final me miraba después de saludarme, y en cuanto yo le daba la espalda me advirtió que fuera precavido en mi agitado camino. Seguí mi rumbo, noté que no venían autos por la avenida y crucé, en ese mismo instante mis ojos vieron ese auto a una velocidad irresponsable, mis oídos escucharon al vehículo frenar y mi corazón a este señor indeseable correr y gritar con dolor: - “¡Cuidado, mi buen amigo!”.

Después, en una millonésima de segundo, mi cuerpo se estremeció con el impacto. Yací en el piso mucho rato y me veía entre los brazos del senil. Él, lleno de sangre, juntaba mis manos con las suyas y lloraba desconsolado. Noté que había dejado tiradas sus preciados tesoros, su bolsa, su gorro y su media.