02 noviembre, 2009

Nos importa mucho...

Por lo general, nunca sé qué cresta estaré haciendo en las próximas 48 horas, sin embargo, ésta vez y cómo nunca antes, lo supe con tres mil horas de anticipación. Llevando la cuenta regresiva por 125 días, habiendo invertido incluso mucho más de lo que he gastado reporteando y en toda mi discreta carrera de periodista (todavía en potencia). Ni siquiera para la primera comunión me preparé tanto… nunca he sido un hombre de mucha fé.

No sé cuándo fue que empezó, pero he notado que soy un maldito adicto a los conciertos. Los disfruto al 1000000000%. El clímax, la efervescencia, la convulsión y todas aquellas sensaciones equivalentes a lo que unas ocho dosis seguidas de alguna droga dura pudieran provocar, todo eso me encanta. Todo eso y aquello tan opuesto como la pasividad, la mesura y la satisfacción, más aún cuando el cuerpo y alma oscilan de improviso entre una vereda y otra.

Me fui a comprar la entrada en ese local del Portal Lyon, en efectivo y todo el asunto. Había un tipo muy piola con una caja llena de entradas, aparentemente, para todas las localidades. “Cancha VIP”, le dije y le pasé apresurado la plata, como si se tratara de algo ilícito, y aunque, en realidad, no lo era, recién ahora le tomo el peso a dicho acto. Había pagado para que me bañaran en pollos… jajaja… no, realmente, estaba apostando por un espectáculo impecable.

Recién a fines de agosto empecé a notar que no debía perderme nada. Apenas supe que los oportunistas de siempre pactaron otra fecha, me prometí que debía ir a las dos fechas. Obviamente la cita debía hacerse un día antes que la convocatoria original, lo que me hacía pensar que esos que manejan buenas cantidades de lucas, esos malditos que lucran con sus productoras tenían asegurado otro gran negocio: una insípida producción al precio de un festival europeo.

Antes de ser tildado de amargo quiero dejar claro que el anhelado concierto fue ¡LA RAJA! Pero, aún así, no deberíamos seguir dejando pasar en alto los errores que les corresponde prever a las productoras. Si yo hubiera estado en cancha general, hubiese hecho más que lo imposible por tratar de pasarme a VIP, es decir, ¿a quién voy a engañar? La euforia y toda la estupidez animal me habría poseído, tanto como al imbécil que desconectó el único enchufe que sostenía el audio para todo el estadio.

Por más señas que se le hacía a la banda no cacharon ni raja. Como diría un buen amigo mío, “estaban en fuego”. Jon, Billy, Puffy, Roddy y Patton nunca cacharon que a la mitad de “We Care A Lot” había funado el ambiente. Me pongo en el lugar de quienes no tuvieron la oportunidad de verlos en el Caupolicán y me sentiría… ¿cómo decirlo de manera elegante?... Me sentiría pasado a llevar, por no decir, ligeramente pichuleado.

Fue como estar en un carrete desproporcionadamente bueno, comerte a LA MINA que tenías en la mira hace meses, esa que te interesa de verdad, llevarla a la casa, cerrar la noche con las mejores fantasías sexuales de la vida y que en la mañana la veas aplicándose un fármaco para algún tipo de infección vaginal.

Lo que pretendo con esto, más que agradecer formalmente al hijo de puta que nos dejó sin “A Small Victory”, es crear conciencia de que este tipo de eventualidades no pueden seguir ocurriendo. Asimismo, siento que los señores de Trucko y Transistor nos deben una disculpa formal y pública porque la culpa recae sobre ellos, las cabezas encargadas de que una noche inolvidable haya tenido un final un tanto desabrido.

Finalmente, a la hora de evaluar el show es imposible desmerecer y agradecer infinitamente la forma en que se la jugó la banda. Su entrega fue de principio a fin. Su conexión con Chile fue única y ellos mismos lo hicieron sentir al poner una foto y un grandioso “!Viva Chile!” en el index de su página web.